La diferencia más visible que puede señalarse
entre Hugo Chávez y su admirado Simón Bolívar es esta: que Chávez no tuvo que
hacer la guerra para triunfar.
Eso es también lo que diferencia a Chávez de
Fidel Castro y del Che Guevara: detrás de esas leyendas hay una historia de
guerras y de sangre, y Chávez pudo por suerte asumir el desafío de emprender la
transformación de la sociedad, como lo reclamaban hasta los poderosos de todo
el continente, recurriendo sólo a los instrumentos de la democracia.
Su única derrota, la del golpe militar que
intentó en 1992 contra Carlos Andrés Pérez, se convirtió al final en otra
victoria, porque lo salvó de haber llegado al poder, en su impaciencia, por la
vía traumática de una ruptura violenta de la institucionalidad. Cuánto no habrá
agradecido después que su acceso al poder no hubiera estado manchado por la
violencia, sino que hubiera tenido la legitimidad de una elección indiscutible.
Aunque sus compañeros habían logrado su objetivo en las provincias, cuando vio
que no había podido tomarse el poder central, él mismo dio la orden a todos sus
amigos de rendir las armas y les dijo que asumiría toda la responsabilidad del
levantamiento.
Fue entonces cuando dejó flotando sobre la
sociedad ese “por ahora”, que parecía una confesión de derrota, pero que pronto
se convirtió en una promesa. El pueblo venezolano lo eligió una y otra vez,
para desesperación de sus opositores, que nunca entendieron que la única manera
de enfrentarse a un líder histórico de la importancia de Hugo Chávez, pasaba
por hacer un reconocimiento a la verdad y a la justicia de su causa.
Un país riquísimo, cuya riqueza principal
pertenece al Estado, es decir, a la comunidad, había visto con asombro cómo
unas élites petroleras arrogantes e insensibles se paseaban por el mundo como
jeques saudíes mientras el pueblo venezolano se hundía en la pobreza y en el
desamparo. Nadie puede negar que esas élites fueron las que educaron al país en
la lógica precaria de los subsidios y las que nunca hicieron esfuerzos serios
por “sembrar el petróleo”, por convertir la riqueza petrolera en una economía diversa
que estimulara el trabajo social y la iniciativa de la comunidad. Después le
reclamarían a Chávez no haber hecho plenamente en diez años esa siembra y esa
diversificación que ellos no intentaron en 50.
Durante décadas y décadas la pobreza creció
en Venezuela, y a diferencia de Bogotá o de Buenos Aires, donde es posible
mantener la dilatada pobreza oculta a los ojos de los visitantes, Caracas vio
surgir en sus cerros las barriadas de los desposeídos, las rancherías que
contrastaban con la innegable opulencia petrolera.
Ya en 1989, la pobreza de las muchedumbres se
había convertido en desesperación y Chávez cosechó lo que los poderes
venezolanos habían sembrado: la indignación del pueblo, la inconformidad, el
ahogado espíritu de rebelión al que él le supo dar finalmente su lenguaje y su
rumbo.
Ahora se quejan de la supuesta falta de
modales de este líder seductor e impulsivo, un hombre de origen humilde que no
simulaba aristocracia, que decía lo que sentía como le gusta al pueblo que se
diga: con un lenguaje llano y directo, desafiante y a veces peligrosamente
sincero. Yo dudo que haya habido en Latinoamérica un político más surgido de la
entraña del pueblo, más parecido a las hondas sabidurías, las malicias, las
travesuras y las valentías del alma popular.
Una de las muchas cosas que demostró es que
se podía hablar de los grandes asuntos de la economía y de la política en un
lenguaje sencillo. Se ha vuelto costumbre entre nosotros que los jóvenes
egresados de Harvard y de Oxford que manejan los asuntos públicos utilicen para
hablar de economía una jerga de iniciados que hace sentir a todos los demás
incapaces de acceder a los arcanos de esa ciencia imposible. Es un evidente
mecanismo de exclusión, algo para alejar a los profanos; por eso, de las manos
de esos ministros eruditos brotan a menudo los colapsos financieros, los
“corralitos” que hunden a países enteros en la ruina, y la tolerancia de robos
descarados como los de DMG en Colombia, que estafaron a cientos de miles de
personas sin que ningún perfumado experto viniera a explicarle al pueblo y a
las clases medias que estaban cayendo, con el beneplácito del poder, en las
redes de unos asaltantes cínicos.
La economía, de la que depende el bienestar
de millones y millones de personas, no puede ser una ciencia abstrusa e
inextricable, y esa farsa descarada es apenas un mecanismo para mantener a los
pueblos lejos de la posibilidad de entender los procesos y de juzgar los
resultados.
Con unas cuantas alianzas internacionales, y
una reducción de la oferta, Chávez logró que los precios del petróleo
alcanzaran cifras asombrosas y tuvo de repente en sus manos unos recursos
incalculables para echar a andar su proyecto. El primer reclamo que se hizo a
su política fue que hubiera dedicado recursos del petróleo a ayudar a los
países vecinos y a conseguir aliados en el mundo. Pero a comienzos de los años
70 un ilustre antecesor de Hugo Chávez, Salvador Allende, intentó también
transformar su sociedad sin recurrir a la violencia, confiando en el respeto a
las instituciones que proclamaba y exigía el gobierno norteamericano y que
juraban con firmeza los ejércitos y los potentados. Cuando vieron que Allende
intentaba transformaciones reales, el famoso respeto por la institucionalidad
que predicaban el imperio y sus adláteres se fue al piso, y una conspiración
criminal acabó con Allende, con sus sueños y con la fe en la democracia de toda
una generación. Las guerrillas arreciaron por todas partes, el ejemplo de
Pinochet fue seguido por militares de varios países, y una noche de sables y de
crímenes, que todavía tiene sentados en los estrados a esos viejos generales
genocidas, fue el precio que Latinoamérica pagó por la interrupción del proceso
democrático chileno.
De todos los procesos políticos y culturales
que necesitaba vivir América Latina, ninguno es más importante que la
incorporación de los pueblos a la leyenda nacional. La deformación colonial,
prolongada por una tradición de castas señoriales que borró a los pueblos
indígenas, sus lenguas, sus memorias y sus mitologías; que después de liberar a
los esclavos no se esforzó por construir un proyecto de integración social, de
educación, de salud y de incorporación a un relato de los orígenes; y que
postró a los pobres en la inermidad y la exclusión, exigía en todas partes una gran
reforma que devolviera a los pueblos el protagonismo, liberando su iniciativa
histórica.
Esa fue la tarea que parcialmente cumplieron la Reforma de Benito Juárez y
la Revolución
de Villa y de Zapata en México, los gobiernos de Roca e Irigoyen y el movimiento
peronista en Argentina, el movimiento de Eloy Alfaro en Ecuador y la rebelión
de los mineros de Bolivia en 1952. También la lograron los primeros tiempos de la Revolución cubana,
antes de que el bloqueo norteamericano forzara al Estado a imponer restricciones
de guerra. Darle su lugar al pueblo en la historia es algo que sólo se logra
con respeto verdadero, con oportunidades, con valores, con cohesión social, y
fortaleciendo la dignidad de quienes, si no se les permite ser ciudadanos
plenos, tienen que terminar convirtiéndose en parias o en verdugos.
Cuánto habría ganado Colombia si le hubiera
permitido llegar al poder hace 65 años a Jorge Eliécer Gaitán. Los 300 mil
muertos de la violencia de los años 50, y los 500 mil muertos del resto del
siglo, atribuibles por igual a las guerras, la violencia, la pobreza y el
desamparo social, la delincuencia, la proliferación de las guerrillas y la
industria del secuestro, el crecimiento de las mafias, el desmonte de la
estructura institucional, la pérdida de sentido patriótico de las élites
empresariales y la creciente corrupción política, el paramilitarismo, la
juventud arrojada a las guerras de supervivencia, y la caída de muchos
militares en la tentación del crimen y la riqueza fácil, todas esas cosas se habrían
conjurado con la incorporación del pueblo a la leyenda nacional, que era el
sentido profundo del proyecto gaitanista, con la restauración moral que
reclamaba su oratoria enfática y pacífica. De todo eso posiblemente salvará el
pacifismo chavista a Venezuela, y hasta los que lo odian se lo agradecerán
algún día: de vivir en un país como Colombia, donde las carreteras llegaron a
convertirse por momentos en caminos sin retorno, y donde en los meses de enero
y febrero de 2013 ya llevamos contados más de mil desaparecidos.
Chávez creyó en la democracia. Entendió que
no iba a recurrir a las armas, pero que su proceso no se abriría camino si caía
en la ilusión de ser, en tiempos imparables de globalización, una aventura
encerrada en las fronteras de su país. Se inspiraba en Bolívar, quien nunca
aceptó esa idea estrecha de unos paisitos incomunicados, y siempre predicó el
ideal de la solidaridad y la construcción de una patria continental.
Los magnates de cada país saben ejercer su
derecho a la universalidad, el derecho absoluto de cruzar las fronteras con sus
capitales, pero miran con recelo la solidaridad de los pueblos. Las fronteras
están cerradas para todo el que no forme parte del mercado financiero. Chávez
conocía suficiente geografía e historia para tener una idea de geopolítica más
amplia y audaz que la de los gobiernos sujetos sólo a las órdenes del gran
capital. Fortalecer a la
América Latina era su única forma legítima y eficaz de
fortalecer a Venezuela, y en esa medida no hacía más que aceptar las reglas de
juego de la globalización, que tanto nos predican como un deber inexorable
mientras no pretendamos beneficiarnos de ellas.
A la sombra de Chávez, que tenía más poder de
forcejeo en el escenario internacional, y menos obligación de respetar el
protocolo, varios procesos democráticos se abrieron camino en América Latina.
Viendo la irreverencia de Chávez, a la vez estudiada y espontánea, resultó
menos discutible la lucha de Evo Morales y los indígenas bolivianos, y parecían
de seda los gobiernos populares de Lula da Silva y de Rafael Correa, de Néstor
y Cristina Kirchner y de Pepe Mujica. Chávez apostaba las cartas mayores, y
estaba listo para respaldar a los gobiernos amenazados y a los procesos en
peligro.
Coincidió el gobierno de Chávez con el
momento de mayor desprestigio del poderío mundial de los Estados Unidos, el
momento de mayor caída de su liderazgo democrático y moral en el planeta. Los
atentados terroristas de Al Qaeda cambiaron el orden de prioridades del
imperio; después de décadas de imposición de políticas imperiales en América
Latina, incluida la criminal Escuela de las Américas, que educó en la violación
de los derechos humanos a una generación de militares en el continente, los
gobiernos norteamericanos abandonaron su interés por la América Latina, se
lanzaron en Asia a grandes invasiones militares, a una equivocada lucha contra
el terror mediante la estrategia del terror, y se hundieron en la barbarie.
Chávez entendió la importancia de ese momento
histórico: América Latina, perdida la tutela del hermano arrogante, podía
ingresar de verdad en la era de la globalización y abrirse al mundo. Otras
potencias se fortalecían, el dragón chino había despertado, Rusia recuperaba su
fuerza. Y si Estados Unidos, Francia, Italia, Inglaterra y España recibían
alborozados a Muamar Gadafi y lo dejaban plantar tiendas en sus países, por qué
habrían de reprocharle a Chávez que se acercara al gobernante de un país
petrolero con quien tenía intereses comunes. Chávez al menos no tuvo la
indignidad de abrazar a Gadafi ante las cámaras y bombardearlo cuando se
apagaban los reflectores, como lo hicieron los gobiernos de Francia y de
Inglaterra. No fue ofendido por él, lo despidió como a un amigo, y no entró a
saco en esa Libia en ruinas, como Cameron y Sarkozy, a reclamar el botín del
socio abandonado.
Sabía que si a un nuevo Kissinger, o a una
envanecida Condoleezza Rice, se le ocurriera aconsejar la invasión de su
territorio, la respuesta no sería sólo del pueblo venezolano, sino de Ecuador y
Brasil, de Cuba y Nicaragua, de los países antillanos y Bolivia, de Uruguay,
Paraguay y Argentina, pero muy posiblemente también de China y Rusia, y de
mucha gente que lo respetaba en todo el mundo. Haber garantizado la
independencia de su país le permitió hablar con firmeza, de igual a igual, en
el escenario mundial.
El estilo de Chávez merece muchos
comentarios. Hay una anécdota que sin duda ha de ser apócrifa, pero que a pesar
de todo describe muy bien el espíritu de este luchador a la vez pintoresco y
profundo, arrebatado y travieso, desafiante y desconcertante. Se decía que una
vez, en una de tantas cumbres de gobernantes, esas cumbres de las que él mismo
dijo, con un epigrama inolvidable, que “los gobiernos van de cumbre en cumbre y
los pueblos de abismo en abismo”, Chávez se encontró con la reina Isabel de
Inglaterra y corrió a darle un abrazo. La anécdota añade que los guardias de la
reina se interpusieron enseguida, informándole a Chávez que el protocolo inglés
no permitía que nadie abrazara a la reina, y que Chávez contestó con una
sonrisa: “Sí, pero el protocolo venezolano exige que abracemos a nuestros
amigos”. La anécdota, como digo, ha de ser apócrifa, pero el hecho que ilustra
es profundo. Lo que quiere decir, en una sociedad hondamente marcada por la
supremacía de las metrópolis y por la etiqueta de las potencias, es que en
nuestro tiempo un rey y un presidente son poderes exactamente iguales, que el
protocolo inglés no puede ser más respetable que el venezolano.
En esa fábula imaginaria está más
profundamente expresada que en ninguna otra parte la verdadera importancia de
un hombre como Hugo Chávez para la historia latinoamericana: en un continente
acostumbrado a sentirse subalterno, a ser un invitado de segunda en el banquete
de las naciones, un hombre les recordó a todos que había pasado el tiempo de la
supremacía y de las supersticiones de superioridad; que si había llegado el
tiempo de la democracia y de la
República es porque había llegado el tiempo de los pueblos, y
que en el mundo moderno, como lo quiere todo el arte contemporáneo, como lo
anuncian la literatura y la pintura desde los tiempos de Shakespeare y de
Velázquez, un rey y un campesino tienen la misma dignidad metafísica y
estética, un hijo de los llanos de Barinas y una hija de los castillos de Windsor
tienen la misma dignidad y el mismo valor, y si son aceptados por sus pueblos
como representantes y voceros, no pueden presumir de ningún tipo de jerarquía.
Por fuera de la anécdota, eso fue lo que hizo
Chávez a lo largo de todo su gobierno, y a lo mejor a lo largo de toda su vida,
y con ello no les dio una lección sólo a los gobiernos de América Latina, sino
a cada uno de los ciudadanos de este continente. Como lo había enseñado Bolívar
y lo olvidaron sus sucesores, ya estamos en igualdad de condiciones con todos
los ciudadanos del mundo, pasó la edad de las diademas, una banda presidencial
y una corona son el mismo símbolo, salvo por la diferencia metafísica de que la
corona representa el poder de la tradición y la banda el poder del presente: a
la corona la sostienen millones de fantasmas y a la banda la tejen millones de
voluntades vivientes.
Pero qué gran país es Venezuela; qué alto
sentido de respeto por los conciudadanos el de un país que aun en medio de las
más borrascosas diferencias de opinión no se hunde en la violencia sectaria y
en el baño de sangre que ha caracterizado cíclicamente a algunos de sus
vecinos. Venezuela vive hace quince años, no en la polarización, como afirman
algunos, sino en la apasionada politización que caracteriza los momentos de
grandes transformaciones históricas. Chávez y sus hombres aceptaron llamar
revolución al proceso emprendido, pero hay que conceder que el siglo XX dejó la
palabra revolución, por generosa, legítima o inevitable que fuera, cargada de
bombas y de sangre, de horrores civiles y tragedias imborrables, y en cambio la
revolución de Chávez ha consistido en unas decisiones económicas y en unas
movilizaciones políticas: no en fusilamientos, ni proscripciones, ni censuras.
Es esto tal vez lo que le da al proceso
liderado por Hugo Chávez su magnitud histórica: nadie puede ignorar la
importancia de lo que ocurre, nadie puede ignorar la enormidad de los problemas
urgentes que ha enfrentado, la enormidad de las soluciones que ha intentado, y
sin embargo se ha cumplido en un clima de paz, de respeto por la vida, en el
marco de unas instituciones, y atendiendo a altos principios de humanidad y de
dignidad.
Los opositores, que son muchos, lo negarán,
como es su derecho, y la prensa de oposición en Venezuela, que es casi toda,
afirmará que estos tres lustros han sido de persecución y de censura, como lo
han dicho a los siete vientos con todos los recursos de la comunicación moderna
en estos trece años. Pero los opositores no pueden negar la generosidad de
propósitos de este proceso, así como el chavismo no puede negar la civilidad de
sus adversarios, en un continente donde ha habido contrarrevoluciones más
feroces y sanguinarias que las revoluciones a las que combatían.
Los millones de personas que lloran con el
corazón afligido la muerte de su líder, la dimensión planetaria de esta muerte
y la enormidad popular de este funeral confirman que estamos ante un hecho
histórico de grandes dimensiones. La verdad se conoce: Venezuela es uno de los
pocos países del mundo que se han permitido el lujo inesperado de emprender una
transformación histórica con el menor costo posible de confrontación y de
arbitrariedad.
Finalmente, Chávez bien podría haberle hecho
un favor inmenso a la democracia, Chávez podría ser, en América Latina y a comienzos
del siglo XXI, el hombre que refutó la teoría de que la violencia es el motor
de la historia. Muchos habrán querido forzarlo a la violencia, muchos soñarán
aún con intentarlo, pero cuando ya creíamos que era verdad que el Estado existe
sólo para garantizar privilegios y para mantener lo establecido, alguien ha
venido a demostrarnos que la democracia puede ser un instrumento de
transformaciones reales, que abran horizontes de justicia para las sociedades.
Hugo Chávez, con su mirada sonriente de llanero
y su sonrisa profunda de hombre del pueblo, bien podría haber hecho algo mucho
más profundo y perdurable que inventar el socialismo del siglo XXI: es posible
que haya inventado la democracia del siglo XXI.
William Ospina. Escritor, ensayista y columnista
de El Espectador.
William Ospina
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